Que todos tenemos un monstruo escondido en nuestro cuarto es conocimiento general. Dónde lo escondemos es ya harina de otro costal: tras la puerta siempre abierta, en el armario, entre los papeles de un escritorio desordenado, con los calcetines o bajo la cama. En este último lugar está el mío. Puesto que siempre tengo la puerta cerrada y el armario lo abro con demasiada frecuencia, que mi escritorio siempre está ordenado y mis calcetines son muy preciados, no me quedan muchos más lugares.
Cuando era pequeña me daba tanto miedo que cada vez que entraba en la habitación rezaba porque estuviese en modo invisible y miraba rápidamente bajo la cama. Menos mal que nunca le veía. Por las noches le dejaba una botella de agua y me envolvía en las sábanas para que no me hiciese cosquillas. Dormía con la luz ligeramente encendida, porque quizás le tenía tanto miedo como yo a la oscuridad.
Pero fui creciendo, y las historias de miedo pasaron a dejarme sólo un mal sabor de boca. Comencé a vivir un poco más y a olvidar en cantidades mayores. Aprendí que en la oscuridad se daban los mejores juegos; que las sábanas sobran si tienes piel donde descansar. Y él desapareció de mi mente.
Un día cayó un pendiente bajo mi cama y al asomarme vi restos de lágrimas en el suelo. Vi a mi monstruo en un rincón, decaído y temblando como un gatito abandonado. Entonces comprendí. Comprendí que siempre le había tenido miedo porque era diferente. Comprendí que se escondía debajo de mi cama para ayudarme a soportar mi propio peso y que el agua le ayudaba a evaporar mis pesadillas. Que con los pocos rayos de luz podía ordenar mis ideas y plantar cara a otros monstruos que se atreviesen a entrar en mi cuarto, protegiéndome de arriba a abajo con mi sábana convertida en acero. Comprendí que siempre había envidiado en secreto su invisibilidad porque él podía evitar enfrentarse a sus problemas. Y desde que ya no había luz, ni sábanas, ni monstruos que detener, él había perdido el propósito de su vida.
Siendo la culpable de su desdicha, busqué una solución. Y la encontré. Ahora mi monstruo es peluquero y esteticista. Se encarga de mantener el maquillaje de mis uñas intacto si me voy a dormir sin que se haya secado. Evita las manchas de rimmel en la almohada cuando las lágrimas comienzan a caer. Y lo mejor de todo: se encarga de cepillarme el pelo. Todas las noches lo dejo caer por un lado de la cama y él cepilla y cepilla desde su escondite. E hila, trenza y se divierte mientras me regala sueños sin enredos.
Los monstruos pueden ser grandes y feos, pero su maldad ha sido implante nuestro. Discriminándolos por ser diferentes, por ser lo que hemos hecho de ellos, cuando no existe peor rechazo que el del creador a su criatura. Lo mejor es aceptarlos y aprender a convivir con ellos. Tal vez llegue un día en el que aparezca en su lugar un lindo gatito que se pasee entre tus pies y se cuele en tu cama como una lección aprendida.
Cuando era pequeña me daba tanto miedo que cada vez que entraba en la habitación rezaba porque estuviese en modo invisible y miraba rápidamente bajo la cama. Menos mal que nunca le veía. Por las noches le dejaba una botella de agua y me envolvía en las sábanas para que no me hiciese cosquillas. Dormía con la luz ligeramente encendida, porque quizás le tenía tanto miedo como yo a la oscuridad.
Pero fui creciendo, y las historias de miedo pasaron a dejarme sólo un mal sabor de boca. Comencé a vivir un poco más y a olvidar en cantidades mayores. Aprendí que en la oscuridad se daban los mejores juegos; que las sábanas sobran si tienes piel donde descansar. Y él desapareció de mi mente.
Un día cayó un pendiente bajo mi cama y al asomarme vi restos de lágrimas en el suelo. Vi a mi monstruo en un rincón, decaído y temblando como un gatito abandonado. Entonces comprendí. Comprendí que siempre le había tenido miedo porque era diferente. Comprendí que se escondía debajo de mi cama para ayudarme a soportar mi propio peso y que el agua le ayudaba a evaporar mis pesadillas. Que con los pocos rayos de luz podía ordenar mis ideas y plantar cara a otros monstruos que se atreviesen a entrar en mi cuarto, protegiéndome de arriba a abajo con mi sábana convertida en acero. Comprendí que siempre había envidiado en secreto su invisibilidad porque él podía evitar enfrentarse a sus problemas. Y desde que ya no había luz, ni sábanas, ni monstruos que detener, él había perdido el propósito de su vida.
Siendo la culpable de su desdicha, busqué una solución. Y la encontré. Ahora mi monstruo es peluquero y esteticista. Se encarga de mantener el maquillaje de mis uñas intacto si me voy a dormir sin que se haya secado. Evita las manchas de rimmel en la almohada cuando las lágrimas comienzan a caer. Y lo mejor de todo: se encarga de cepillarme el pelo. Todas las noches lo dejo caer por un lado de la cama y él cepilla y cepilla desde su escondite. E hila, trenza y se divierte mientras me regala sueños sin enredos.
Imagen del libro Where the wild things are, de Maurice Sendak.
Los monstruos pueden ser grandes y feos, pero su maldad ha sido implante nuestro. Discriminándolos por ser diferentes, por ser lo que hemos hecho de ellos, cuando no existe peor rechazo que el del creador a su criatura. Lo mejor es aceptarlos y aprender a convivir con ellos. Tal vez llegue un día en el que aparezca en su lugar un lindo gatito que se pasee entre tus pies y se cuele en tu cama como una lección aprendida.
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