En nuestro camino aparecen algunas piedras que nos hacen perder un poco el equilibrio pero conseguimos mantenernos en pie y continuar. Sólo ha sido un susto.
Con otras no hay tanta suerte. Caminas sin ver la realidad, cuando el pie golpea la piedra y, a cámara lenta, como si fueses un mero espectador y no protagonista, ves cómo va disminuyendo el ángulo que hay entre tu cuerpo y el suelo. Una mueca de disgusto. Contraes el ceño. Pones tus manos delante de la cara para evitar daños mayores. Pero la caída es inminente, no hay dónde agarrarse. Ni quien te agarre. Vas inevitablemente de cabeza. Golpeas el suelo, y se llenan de rasguños tus manos. En unos minutos, las rodillas comenzarán a cambiar de color. Te duele el pecho, la cadera. Te duele hasta el alma. Pero, como en toda caída, lo que realmente duele es el orgullo.
Duele saber que, de haber estado algo más atento mientras andabas, podrías haber visto la piedra. Culpas a las nubes por decorar el cielo con esas formas que te han hecho mantener la cabeza bien alta. Culpas a los pájaros por poner banda sonora a tu camino y mejorar el momento. Culpas a la hierba por camuflar la piedra. El río se ensucia mientras limpias tus heridas.
Y, cuando lo que más quieres es salir corriendo y olvidarlo, quedas paralizado a la orilla del río. Cae una lágrima que apartas con rabia y las heridas escuecen. Y cae otra lágrima. Y otra. Y el río ahora se desliza por tus mejillas. Y el dolor se hace más soportable, porque quiere decir que la herida se está curando.
Tropezamos para aprender. Aprender que hay momentos difíciles. Aprender la singularidad de la soledad. Aprender a clavarnos nosotros mismos la aguja en la piel y coser. Aprender que el agua calma la sed y las lágrimas el alma. Aprender el yo humilde.
Y, si tropezamos de nuevo, es para recordar lo que ya habíamos aprendido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario