Cuando era pequeña, más que jugar con las muñecas o colorear, me gustaba leer. Y que me leyesen. Todas las noches, cuando mi padre me acostaba le decía: "por favor, papá, cuéntame un cuento". O bien se lo inventaba, aportando yo un poco de magia, o bien elegía uno de la estantería. Tengo aún el enorme libro de las 365 fábulas del que, antes del cuento, me leía la correspondiente de dicho día, aunque es cierto que no puede evitar leerlas del tirón la primera vez.
De las fábulas me gustaba, inevitablemente, conocer su moraleja: cómo el esfuerzo de la hormiga se ve recompensado cuando llega el invierno, el patito feo encontrando su hogar tras varios percances, la excesiva confianza de la liebre que le cuesta la carrera... ¡Me enseñaban tantas cosas para ser una gran persona! Del resto sólo tengo un vago recuerdo, pero sí retengo la necesidad de no cometer las meteduras de pata que esos animalitos ya habían cometido por mí. Porque es cierto que de los errores se aprende, y más cierto es aún que no sólo de los propios. ¡Qué gran hormiga iba a ser!
Ahora que soy más mayor, e intento creer que un poco más consciente de mis acciones, procuro hacer las cosas de la forma correcta. Por mí, y también por los demás. Lo considero el pago gustoso de los minutos que robaba a mi padre de descanso y a mí misma de sueño. Desde luego aprendí con el conejo, el lobo y el rey que no se da para recibir, pero también es verdad que si recibes, debes dar las gracias. Y yo intento agradecer con hechos y, por qué no, también con palabras.
Puesto que todos aquellos animalitos que no se habían portado adecuadamente siempre recibían su castigo, mi lógica me había hecho creer que la realidad en la que vivo sería un reflejo de la del bosque, charco, corral o mar donde vivían mis tutores literarios. Y ese fue el error.
Cuando creces creyendo que la justicia siempre es justa, la decepción por la realidad golpea fuerte. El lobo no tiene que pagar por las casas derrumbadas y mediante el engaño consigue comerse a los cabritillos sin repercusión alguna, el patito queda marginado, el zorro prefiere la esclavitud del perro... todo está patas arriba y no hay tierra firme a la vista. ¿Quién decidió ser lobo?
Yo no puedo evitar preguntarme: cuando sea más mayor, y supongo que algo más consciente de mis acciones, cuando tenga que contar un cuento a una personita antes de irse a dormir, ¿será lo adecuado confundir su percepción de la realidad con la utopía de que los buenos siempre ganan? ¿Tendré que añadir al final de la historia: "La verdadera moraleja es que la cigarra se hubiese aprovechado del trabajo de la hormiga de todas formas, y además se habría atribuido todo el mérito de la colecta."?
Tal vez debería comenzar a leer mi libro de fábulas en voz alta en metro, tren y autobús para recordar que, después de tantos veranos con el mismo cuento, deberíamos cerrarle la puerta a la cigarra en las narices y echar la llave. ¿Cuándo se comerán las hormigas al lobo? ¿Terminará el bosque incendiado?
La selección natural hará su trabajo, pero no es fácil adivinar
si para entonces sólo quedarán lobos y cigarras o corderos y hormigas. Señoras y señores, hagan sus apuestas.